Cuando llega la Feria del Libro de Ceuta, me doy cuenta de que estoy a punto de vivir un nuevo verano y asimismo que las tardes de lectura ya no serán iguales. El calor me adormecerá y el esfuerzo que exige el leer será doble. Pero uno, sometido a la voluntad de los libros, soportará la somnolencia con un ejemplar entre las manos y perdiendo la noción del tiempo a cada paso con las cabezadas de rigor. Son momentos de lucha contra ese sueño breve, que me irrita, porque me está privando de un placer que sólo entienden quienes han hecho de la lectura un hábito indispensable, salvo fuerzas mayores.
Al hábito de algo se llega por medio de la reiteración y el de la lectura fue una tendencia que me inculcó, con machaconería, un ayudante bibliotecario en tiempos de posguerra y a quien nunca he dejado de agradecérselo. Era un hombre que no soportaba la época que le había tocado vivir y que disfrutaba pasando muchas horas encerrado entre las paredes frías de un salón destartalado y en el que había libros que nadie leía, salvo sus más allegados.
Muchos dicen que la lectura debe resultar un acto placentero y nunca someterse a la dictadura del esfuerzo que produce querer estudiar todo cuanto cae en nuestras manos por ser adictos a la palabra escrita. Y puede que lleven razón. Y aún más: si escribir en Madrid, como decía Larra, es llorar, tampoco el ejercicio de leer es tarea fácil. La verdad sea dicha. Sin embargo, nada tan tan grato hay, al menos para mí, como leer minuciosamente y demorarse en las páginas hasta decir basta ya por hoy.
Lo peor que tiene la lectura de libros, amén de que a ciertas edades supone acelerar más el quebrantamiento de la vista y por supuesto avivar las dolencias de las cervicales, es que uno acaba queriendo escribir literatura. Y esas son palabras mayores. Mas tampoco conviene martirizarse por semejante deseo. Todo lo malo de esta vida tendría que estar resumido en ese querer ser escritor reconocido, aunque no se tengan ni las cualidades ni la imaginación para serlo.
Cuentan que las personas enamoradas de un libro son como los enamorados de su mujer: no descansan hasta haberlo o haberla presentado a sus amistades para que lo admiren o la admiren. Así se vuelven pesadas y a menudo lo pierden o la pierden. De ahí que prestar un libro sea para mí algo que no entra en mis planes. Y, por tanto, me niego rotundamente a ello. Que otra cosa es comprarlo y regalarlo. Tarea que acometeré de aquí al 3 de junio en cualquier puesto de los que se han instalado en la plaza de los Reyes. Esa especie de pabellón al aire libre. Escenario ideal.
A propósito: tal día como hoy, de hace ya varios años, recibí yo un regalo por parte de alguien que no dejó la menor huella. Tal es así que todavía no sé quién me obsequió con los dos tomos de La novela de Genji. Esplendor el I. Y Catástrofe el II. En ocasiones, sospeché que había sido una mujer con quien yo solía intercambiar pareceres literarios. Pero con el transcurrir del tiempo decidí desechar esas conjeturas.
"La novela de Genji es la gran obra maestra de la literatura japonesa de todos los tiempos y una de las primeras novelas de la historia. Escrita por una mujer del refinado Japón imperial de la segunda mitad del siglo X, es una obra magna, fascinante, a la altura de las novelas de Tolstói, Cervantes, Balzac o Proust, que conjuga la novela de aprendizaje vital, el relato amoroso y erótico, la saga familiar y la crónica de costumbres, construyendo un gran friso histórico de una sociedad en plenor esplendor".
Ahora bien, para leerse las 1648 páginas escritas por Murasaki Shikibu, o bien hay que estar convaleciendo de una larga enfermedad o ser un poseso de la lectura. Quien escribe aprovechó ser lo segundo y está apunto de volverlo a intentar. "Hay gente pa tó", como diría El Guerra, Belmonte o... vaya usted a saber.
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