Llegué a Ceuta después de haber estado cautivo casi tres años entre Alicante y Murcia. Habían decidido enviarme a mi lugar de origen. Aquí fui juzgado por un militar llamado Braojos. E hizo de abogado defensor un capitán de Regulares, apellidado Encinas. Me condenaron a 12 años de prisión. Corría el año de 1942 y mientras se hacía firme la sentencia no dejé de buscarme la forma de ganar unas pesetas por las que lampaban en mi casa. Mi madre, entrada ya en años y soportando sus muchos y dolorosos achaques, seguía pidiendo clemencia para mí. Por lo cual no dudó en llamar a todas las puertas, rogando encarecidamente por mi futuro.
Yo sabía que me vigilaban de cerca. Era consciente de que las autoridades trataban de averiguarme cualquier debilidad para ponerme a disposición de los tribunales. Así transcurría una posguerra donde me había impuesto la idea de sobrevivir a toda costa. Es más, le había prometido a mi madre evitar todo riesgo que pudiera ocasionarle más disgustos.
Pero un día, a punto de cumplirse el año de mi regreso, se presentaron en mi casa unos polícias conminándome a que los acompañara. Pensé que todo se debía a un rifirrafe que había tenido con alguien cuyos celos sobre su novia le hacían mirarme con malos ojos. Mas pronto entendí que la cosa era mucha más grave de lo que parecía: se había producido una maniobra de los servicios secretos de Estado Mayor, con el fin de hacerme caer en una trampa.
Resulta que yo había comprado una caja de inyecciones, cuyo precio era de 25 pesetas, para llevársela a los presos tuberculosos que, procedentes de Larache, estaban ingresasdos en la cárcel del Sarchal. Un gesto de solidaridad que entendieron de manera bien distinta quienes precisamente pedían dinero para demostrar esa tan cacareada solidaridad con los vencidos. Me encerraron en el Hacho con 26 años de condena; es decir, los 14 que me habían echado en Ceuta y los 12 que ya traía de Alicante.
En el Hacho me pasé 13 meses. La verdad es que era mejor prisión que las anteriores, pero lo peor sucedía cuando llegaba la hora de los fusilamientos. Solía ocurrir, más o menos, a las tres de la mañana. Llegaban y preguntaban por los que iban a ser ejecutados. En ocasiones no respondía nadie. Se hacía el silencio del miedo y todos nos encogíamos. Otras veces, los sentenciados daban un paso al frente y gritaban: "¡Viva la República!". "¡Abajo el fascismo!". Eran dignos de admiración. Yo me quedaba sobrecogido. Asistí a varias ejecuciones que me dejaron extenuado.
Mi celda era la número 12 y estaba muy cerca del cuerpo de guardia. Una noche vinieron a por mí y me llevaron a la azotea que había encima de unas oficinas. Encendieron la luz y me interrogaron duramente y sin atenerse a mi estado enfermizo. Cuando ya me habían derrengado, sin apenas poder moverme, me anunciaron que al día siguiente partiría hacia el penal de El Puerto de Santa María. Estábamos ya en 1944.
Antes de partir, un militar me dijo que ese traslado era lo mejor que podía sucederme en aquellos difíciles momentos. Pues mi vida peligraba en el Hacho. O sea, que estaba expuesto a que cualquier noche los falangistas optaran por fusilarme. Con semejante confesión, no cabe duda de que salí de Ceuta sin mirar hacia atrás. Aunque otra vez dejaba a mi madre sumida en un calvario. Era mi gran pesar.
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