Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

viernes, 18 de marzo de 2016

Un hombre cabal: la casa de vinagre

Alguien me preguntó, no ha mucho, dónde podria conseguir un libro sobre Fructuoso Miaja -senador socialista por Ceuta y primer alcalde democrático de la ciudad-, titulado Un Hombre cabal. Y le dije que no tenía ni idea. Y, claro, no accedí a regarle el único ejemplar que obra en mi poder. Ahora bien, dado que yo soy su autor, a partir de ahora, y cada vez que lo crea conveniente, sacaré pasajes del libro que vio la luz en 2003.

He aquí el primero: A mí me nacieron en Ceuta, dice Fructuoso Miaja. A las dos de la tarde del 9 de noviembre de 1917. En una casa conocida como la de vinagre, situada en la plaza de África. Y mi madre, según me contó en su momento, vivió durante meses temiendo por mi salud. Puesto que la gripe estaba causando estragos entre los niños. Existía mucha mortandad y ella ya había perdido al primer varón antes de alumbrarme a mí.

Mi madre se llamaba Ángela Herrera. Procedía de Asturias, pero su familia era de raíz vasca. En cuanto a mi padre, Eusebio Miaja, de Oviedo él, llegó a Ceuta porque mi abuelo, Fructuoso Miaja, había encontrado trabajo en  el Parque de Artillería, como maestro general, en la primera década del siglo pasado. Mi abuelo procedía de Barcelona.

Me pusieron el nombre de Fructuoso en recuerdo de mi hermano fallecido. Al parecer, por darle satisfacción a mi abuelo. Lo cual hizo que mi madre viviera algún tiempo soliviantada y diciendo que no había razón alguna para tentar a la suerte. Máxime cuando la epidemia de gripe reinaba amenazante alrededor de los cuerpos más frágiles.

Para hablar de mi niñez, suelo yo remitirme a la edad de ocho años. Esa es la frontera que me he marcado para recordar lo que buenamente puedo de algo que me queda tan lejano. Porque a esa edad fallecieron mi abuelo y mi padre. Muertes que influyeron decisivamente en la forma de vida de mi familia. Entonces, en momentos tan cruciales, fue mi madre la que tomó el mando de una casa con tres hijos; ya que detrás de mí vinieron al mundo Fernando y María.

Sobre mi padre pude saber que era muy ingenioso y hábil en todo cuanto hacía. Se le tenía por una persona manitas. Me hablaron de que era un buen dibujante y hombre a quien no le arredraba acometer las más variadas tareas. Murió muy joven: contaba 33 años cuando ocurrió. Amigo de farras, decían de él que nunca tenía hartura cuando de divertirse se trataba. Vivió muy de prisa y acabó pronto con su vitalidad. Mi abuelo, en cambio, halló la muerte al caerse de un caballo que montaba para trasladarse de un sitio de trabajo a otro.

En poco tiempo, casi de la noche a la mañana, nos vimos inmersos en una situación lamentable. Una situación más bien ruinosa: por más que mi madre, mujer de una sola pieza, pusiera la mejor cara para afrontar lo que se le venía encima. Gracias a su entereza y al comportamiento de Segundo Miaja, hermano de mi padre, las cosas fueron tomando un cariz menos dramático. Y no exagero cuando hablo de dramatismo. No  en vano corrían tiempos donde las carencias eran muchas.

Recuerdo que abandonamos la vivienda de la plaza de África para trasladarnos a otra en la calle de Velarde. Y allí nos quedamos hasta que mi padrino y tío, Braulio Rojas, se preocupó de alojarnos en una casa construida detrás del edificio donde está actualmente la Aduana. Nuestra casa estaba muy cerca de la estación de ferrocarril. Mi tió gozaba de un buen cargo en la Compañía Arango y, por tal motivo, pudo ayudarnos en la medida en que lo hizo.

Mi madre comenzó a ganarse la vida guisando para los canteros que trabajaban en el muelle de Rivera. Éstos procedían de Galicia y eran personas respetables y bondadosas. A mi edad, muchas han sido las cosas que tengo ya olvidadas. Mas nunca se me ha borrado del pensamiento la figura de mi madre leyéndoles el periódico a los obreros mientras éstos cenaban.

Ocurrió que una noche, dada la afición de mi madre a la lectura, alguien le pidió que leyera el periódico en voz alta. Y, desde ese momento, la sugerencia se convirtió en una costumbre. Costumbre que a mí me fue de mucho provecho. Pues no sólo me aficioné a los libros sino que además frecuenté con placer el trato con las personas mayores.

Reconozco que fui un niño comprometido con los problemas de mi madre hasta el punto de sacrificar mis ratos de juego, a la salida del colegio, con tal de ayudar en mi casa  todo lo posible. Mi disposición era evidente. Las circunstancias, por tanto, me convirtieron, y así debo decirlo, en un niño muy madrero.

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