Beni de Cádiz no sólo era un gran cantaor, sino un gran 'contaor'. Contaba los chistes como nadie. Y, cuando se le preguntaba al respecto, solía decir -y yo fui testigo de ello mientras dábamos cuenta de una urta en 'La Costilla' de Rota: "Todo lo que yo cuento es mentira. Porque la mentira hace felices a los demás". Y acababa la faena con esta media verónica: "Sería imposible vivir cuerdamente, sin creer en la mentira".
La mentira ha sido siempre elogiada. Pero mentir bien no es tarea fácil y por tanto no está al alcance de todo el mundo. Y además hay que contarla por etapa, como toda narración bien contada. La mentira es una forma de talento (Cioran). De ahí que una estrella de las relaciones públicas esté tan solicitada como bien remunerada. Y es que alguien así, con facilidad para engatusar mediante la palabra brillante y agradable, es capaz de ganar adeptos para cualquier causa.
Yo le he oído a un siquiatra amigo, en un día de farra y alegría, decir que creer en la mentira es la mejor terapia para levantar un estado de ánimo que esté por los suelos. Inmediatamente, como no podía ser de otra manera, apostillaba: siempre que el mitómano tenga arte. Mucho arte. Pues si uno se para a pensar en la mentira, llega a la siguiente conclusión: que el arte de vivir es el arte de aprender a creer en la mentira.
La política de hoy y de siempre ha consistido en una gran mentira. Es más, cuando un político llega a creerse sus mentiras, y a fe que llega a creérselas, se asegura la posibilidad de dormir a la pata la llana todos los días. E incluso sale reforzado por parte de propios y extraños, mediante el reconocimiento de mentir como mandan los cánones. Aunque haya anunciado que se compromete a construir un puente sobre un río inexistente.
En política, mentir, aunque no toque, es conveniente como práctica. De lo contrario, es decir, si el mentiroso no se entrena está destinado a pegar un petardo tras otro y será considerado un desgraciado a quien todo lo malo que le suceda se lo habrá ganado con creces. Por consiguiente, cada vez que yo veo salir a escena a un portavoz de un Gobierno o partido político, lo primero que hago es tratar de apreciar su valía como mentiroso. Para saber si tiene o no fecha de caducidad.
Alguien en el PP, por ejemplo, dado los momentos tan difíciles que está viviendo el partido, haría bien en decirle a Rafael Hernando que procure mentir con cara de mentiroso profesional. De no hacerlo, nadie lo creerá. Y es que su semblante produce mucho miedo.
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