Cuando me la presentaron hace algo más de tres lustros en el Hotel Tryp, durante una comida navideña, a la que ella acudía con un grupo de compañeros funcionarios, andaba en los veintitantos y era una grácil muchacha, de melena rubia, ojizarca, que sonreía con frecuencia y por tanto dejaba ver una boca rosada, levemente marcada su hendidura del labio superior, y un labio inferior grueso. Tenía una expresión de alegría contagiosa.
Han transcurrido muchos años, creo que una veintena, desde aquel encuentro, y aunque nos hemos saludado muchas veces al cruzarnos por la calle, jamás volvimos a charlar. Tal vez porque nunca coincidimos ni en el sitio justo ni en el momento adecuado. Pero, como todo llega, el martes pasado tuvimos la oportunidad de volver a conversar en un local de copas. Y debo decir que TR, tras los saludos de rigor, lo primero que hizo fue preguntarme si me acordaba de cuál fue el motivo de nuestra charla entonces. Y le dije la verdad: no.
Y, ni corta ni perezosa, TR me dijo: pues te lo voy a recordar... Sacaste a relucir la importancia que tienen los andares de la mujer. Incluso dijiste, más o menos, que hay más sexo en un paso que en una cara, o incluso en una figura. Y no dudaste en afirmar que una mujer puede tener la cara más hermosa y el tipo más glorioso, pero si no anda exactamente como hay que andar, puede ser un maldito desastre.
Tras festejarle debidamente su memoria -vilmente tratada cuando se dice de ella que es la inteligencia de los tontos-, aproveché la ocasión para insistir: la mujer que no le saque ventaja a sus dotes femeninas aprendiendo a caminar, pierde gran parte de su atractivo sexual. Ahora bien, en Ceuta, por mor de las fatídicas baldosas verdes, el piso, deslizante como una pista de patinaje, impide que las féminas puedan, desde edad temprana, dominar el arte de andar.
TR sigue sonriendo con frecuencia. Por su boca parece que no han pasado los años. En cambio, he notado que tanto su mirada azul, azul, azul, como su expresión han perdido enteros. De cualquier manera, sus cuarentas años, recién cumplidos, le han sentado de maravilla. Así se lo manifiesto. Y ella no duda en decirme que, siendo como es lectora de cuanto escribo, le gustaría oírme contar algo que escribí respecto a la influencia que tiene el jazmín en las relaciones entre parejas.
Me lo pones muy díficil, TR; pero mi memoria aún resiste semejante prueba. Veamos, yo no hice sino contar una historia de médicos, relatada por Anaïs Anin en su Diario, hace muchísimos años: Una mujer se quejaba de que su esposo hacía el amor con demasiada frecuencia, que nunca tenía bastante y que, finalmente, le había causado angustia e inflamación. Esto había sido una evolución, después de un matrimonio bastante neutral.
El médico sospechó una forma de enfermedad venérea que causa priapismo. Mandó llamar al marido y le hizo unas pruebas, pero no halló nada anormal. La mujer observó que los excesos nocturnos ocurrían en las noches cálidas, cuando el perfume del jazmín que florece de noche invadía su habitación. Habló de eso con su esposo y una noche los dos salieron al jardín con tijeras de podar y cortaron el arbusto. Nunca más volvió a molestarla.
TR, sin perder su sonrisa, me contó lo siguiente: "Mira, Manolo, cuando yo te leí esa historia, pasaba por un momento difícil con mi pareja. Y se me ocurrió, dado que no tengo ni patio ni jardín en mi vivienda, comprar dos macetas y plantarlas con jazmines. Y, naturalmente, decidí situarlas en sitio estratégico. Pues bien, debo decirte que el asunto no funcionó".
Lo contado por TR fue para comérsela... De verdad de la buena. ¡Qué arte! Y yo no pude contenerme y le grité tres ¡hurras! como tres soles, ante la mirada estupefacta de la chavala que atendía la barra de un bar de la calle Jáudenes.
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