Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 24 de marzo de 2016

F. Miaja: El pueblo de mi niñez

La calle Real -dice Fructuoso Miaja- se llenaba de soldados cada tarde. Así que todo el mundo paseaba por ella. Había también muchas tabernas, y mi madre andaba siempre diciéndome que ni se me ocurriera acercame a ellas. En la de la plaza de África, con la fachada pintada de color rojo, los legionarios discutían por nada y menos. La verdad es que gastaban fama de valientes, pero cuando cogían la curda no se paraban en barras. Vino y mujeres estaban a la orden del día en las tabernas. Suficiente atractivo para  que a todas horas estuviesen los locales de bote en bote.

A mí me gustaban los relatos sobre la guerra de Marruecos. Y en mi casa. al tener un pariente militar, se narraban historias que se me quedaron presentes en la memoria. Hablaban de hombres como el coronel Serrano y decían de él que era valiente hasta la temeridad. Aunque los mayores elogios se los llevaba González Tablas. Personaje de gran estatura en todos los aspectos y que, según contaban, tenía cautivado a los moros de Regulares. Tampoco salía mal librado de las conversaciones el general Castro Girona.

A mí nunca me pareció bien que a la guerra fueran nada más que los soldados que no podían pagar dinero para librarse de ella. En cuanto supe que los ricos se escaqueaban por ese procedimiento, me disgusté lo suficiente como para ir detrás de mi madre dándole la tabarra. Y mi madre, harta ya de que le hiciera la misma pregunta, a cada paso, acabó por responderme: "Ay, hijo, a ver si te enteras de una vez que el dinero lo puede todo; bueno, casi todo. De modo que espabila y procura no saber más que nadie. Aunque sí debes estar al lado de la caja de caudales, en los momentos oportunos".

Las palabras de mi madre eran para que yo dejara de repetirme, es decir, para que dejara de irle con monsergas; porque en mi casa primaba la defensa de los débiles. Y crecí convencido de que las injusticias eran tantas como necesarias las decisiones que había que tomar para remediarlas. Fueron años en los que mi timidez se veía acompañada por un deseo manifiesto de observarlo todo. De preguntar por todo. Muchas veces me paraba ante las barracas que había en la Ribera, con la intención de fijarme atentamente en las miserias que albergaban.

Cierto es que durante ese tiempo, o sea, en los años veintitantos, Ceuta comenzaba a tener proyectos de ensanchamientos y mejoras generalizadas. Pero también se avecinaban días difíciles; días en los cuales las penurias iban a convertirse en realidades. No sólo porque el fin de la guerra con Marruecos iba en contra del comercio de la ciudad, sino porque España entera se vería abocada a soportar una crisis económica cuyas graves consecuencias se harían notar en poco tiempo.

Viendo el panorama que se avecinaba, mi madre pensó que lo mejor era viajar a Bilbao para que conociéramos a su familia; una familia de empresarios y cuyo miembro principal era Herrero Álvarez. Viajaba mi madre con el ánimo dispuesto a decirles a los suyos que se quedaran conmigo y me hicieran un hombre de provecho, debido a que nuestros parientes estaban en posesión de los medios suficientes para que yo pudiera labrarme un porvenir a la vera de ellos.

En Bilbao permanecimos algún tiempo. Y, cuando todo parecía indicar que la familia entera podía quedarse allí, mi madre se levantó un día y, cogiendo los bártulos, encaminó sus pasos hacia la tierra donde estaba enterrado su marido: Ceuta.  Y  en la que ella quería vivir para siempre. Desde ese momento, mi tío nos ayudó en la medida que le era posible.


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