Ayer martes se notaba en la ciudad la calma lógica tras una Semana Santa vivida intensamente por los ceutíes y porque muchos de éstos también marcharon a la Península para disfrutar de la Semana Blanca. Así pues, poco ambiente en la calle y, naturalmente, mesas libres en los restaurantes que abrieron. A uno de ellos acudí yo invitado por unos amigos que deseaban compartir mesa y mantel conmigo. Ni que decir tiene que la sobremesa resultó muy amena.
Ana T., hablando de cómo los años van dejando huellas, dijo que ella detestaba las fotografías. Hasta el punto de que todas las que tiene están guardadas bajo llave en un bargueño repleto de fruslerías y de recuerdos antiquísimos. Ana es talludita. Pero está, con permiso de su marido, de muy buen ver. Y ella lo sabe. Y a mí se me ocurrió responderle con algo que es tan antiguo como el arroz con leche. Es decir, que le conté lo de la foto y el espejo. De cuya lectura me acuerdo perfectamente.
El contraste no lo da el espejo, sino la foto. Porque como todos tenemos un alto concepto de nosotros mismos y como no aceptamos vernos feos, estropeados o cascados, aprobamos la imagen que nos devuelve el espejo cuando nos ponemos frente a él. En cambio, donde no hay trampa posible es con un retrato; al comparar lo que éramos y lo que somos. Nadie dijo nada en contra de mi exposición.
Domingo S. había llegado hace días de Alemania y sacó a relucir cómo sus miedos a volar son cada vez más y más irracionales. Frecuentador de aviones, nos puso al tanto que antes los viajes aéreos le producían aburrimiento pero no pánico. Pero que, desde hace hace un tiempo, lo pasa fatal. Que le puede la angustia. Su compadre, Antonio G., le respondió entre bromas y veras que lo mejor en ese trance es encomendarse a todos los santos habidos y por haber, luego cerrar los ojos y dejarse llevar...
María P. se dirigió a mí para saber si yo había volado muchos años cuando era entrenador. Y le dije que sí. Dado que mis cinco años en las Islas Baleares me obligaban a hacerlo cada dos por tres. Amén de hacerlo en aparatos que ya propiciaban canguelo. No en vano los Fokker estaban remendados por todos los sitios. Y quiso conocer cuál era mi estado de ánimo entonces. Más bien mi actitud. Y rápidamente me acordé de lo que decía siempre un delegado del equipo cuando solíamos hablar sobre el miedo y de encomendarse al cielo. El delegado se llamaba Juan Daniel y opinaba así:
Mira, Manolo, el volar induce a una actitud de escepticismo religioso. Uno se da cuenta del error de suponer que Dios puede estar ahí arriba, y puede estar mirando hacia abajo hacia nosotros. Porque la actitud del observador ahí arriba es necesariamente de indiferencia. Uno ve a un hombre pedaleando en una bicicleta, uno ve una pequeña granja con su arroyo y su puente, y no hay nada humano en ello. Uno no siente el menor deseo de ayudar al hombre en su camino o de lanzar una bendición sobre la pequeña casa. Para sentirse bien o mal dispuesto hacia ellos uno necesita verlos horizontalmente, a la altura humana. El hombre sólo puede ser hombre en relación con aquellos que caminan sobre la tierra a su lado.
Todavía hubo tiempo para debatir por qué los hombres hablan bien de sus mujeres y se portan mal con ellas y, en cambio, éstas hablan mal de ellos y se portan bien. María P. tomó la palabra: "Vosotros nos reconocéis más cualidades y habláis de nuestros méritos. Y es de creer que lo hacéis para daros importancia. No debemos olvidar que una mujer que tiene un mal marido es una víctima. Mientras que un hombre que tiene una mala mujer es un ser lamentable. Algo que le he oído decir a los hombres.
Nota: este escrito puede verse en Blog de Manolo de la Torre y en Aires de Ceuta.
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