Conocí a Fructuoso Miaja en la tertulia del Hotel La Muralla. Poco antes de que se produjera la gran victoria del PSOE. Y en su rostro se reflejaba ya la alegría por el triunfo rotundo que se le auguraba a Felipe González. Corria el verano de 1982, cuando yo deduje, como aprendiz de fisiognomista, que estaba ante un hombre de fiar.
Mi primera impresión de Fructuoso, con el paso de los días, se acrecentaba: era una persona íntegra aunque con tendencia al secretismo. Una persona sumamente reservada y nada dispuesta a expresar sus sentimientos de buenas a primeras. Amante del circunloquio, y con una veta de ironía que le bailaba siempre entre la comisura de sus labios, su prudencia rayaba en el hermetismo.
Poco tiempo después, supe, muy por encima, cómo había sido la vida de quien acabaría siendo senador y alcalde. Y comprendí por qué a Fructuoso Miaja había que sacarle las palabras con sacacorchos. Y, claro, no me cupo la menor duda de que, al margen de su forma de ser primigenia, en él se hacía patente ese callar adquirido por necesidad en una España donde una palabra de más se pagaba muy cara.
Cuando en el verano de 2002, sentados ambos en terraza céntrica, acordamos recordar lo que había sido su vida, asumí que mi trabajo escrito consistiría, mayormente, en pasar de puntillas por su historia. Puesto que mi amigo, a pesar de los años transcurridos, seguía siendo tan cabal como siempre aunque dueño de sus silencios y si me apuran hasta más pudoroso que lo era veinte años atrás.
De ahí que lo contado en Fructuoso Miaja: Un hombre cabal -libro- tenga solamente el valor de haber dejado constancia impresa de una vida larga, azarosa y fascinante, aunque de una levedad ocasionada por el deseo de quien se mostró reacio a exponer en plaza pública sus pensamientos o hechos que consideraba íntimos o personales. Hecha la consiguiente aclaración, debo confesar que en las charlas mantenidas con FM, en aquel 2002, hubo momentos en los que me costó el mínimo esfuerzo imaginarme las siguientes situaciones.
Lo veo conducido por la pareja de la Guardia Civil, viajando en tren carreta, camino del penal de El Puerto de Santa María. Está allí sentado en medio de los guardias, sintiendo las miradas de los viajeros posadas de reojo sobre él. Miradas de compasión en algunos casos y de inquina en otros. Apenas si osa levantar los ojos del suelo del vagón mientras un señor muy gordo, con cara bondadosa, le ofrece un pedazo de tortilla y un trago de vino que son rechazados por los guardias.
Pasan los días en el penal, y desde su celda cuyo ventanuco con barrotes da a la estación de ferrocarril, observa la llegada y salida de trenes. Según se van sucediendo los acontecimientos de la posguerra piensa que quizá salve la vida pero se ha hecho a la idea de que nunca saldrá de aquel enorme caserón. Y hasta se ha acostumbrado a los alertas de los soldados de reemplazo quienes, desde las diferentes garitas, gritan medrosamente las consignas en noches de lobos.
Llega la libertad, conseguida por la insistencia de una madre dispuesta a que su hijo rehaga su vida, y lo percibo con sus dudas temerosas ante la vuelta a un modo de vivir que no es el que él había dejado, sentado en un banco del Parque Calderón de la ciudad donde ha sido preso durante mucho tiempo, dejándose azotar por un viento fuerte de levante, mientras toma la mejor decisión de su vida: la de sobrevivir a todo trance.
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