Trabajando yo de temporero en un Ayuntamiento, cuando había pasado de la adolescencia a la adultez más por necesidad que por imperativo del tránsito, me emplearon como ayudante del ayudante del bibliotecario. El cual, en realidad, dirigía la biblioteca con eficacia y sobre todo con deseo evidente de enseñar cuanto había aprendido entre aquellas paredes cuyos anaqueles estaban desbordados por los libros.
Entonces, años cincuenta, el ayudante de la biblioteca, apellidado Femenía, solía quejarse amargamente, de cómo en España ha existido siempre una absurda discriminación, probablemente basada en la envidia o el resentimiento, entre los componentes de la clase media, y ponía el siguiente ejemplo: Que dentro de un mismo nivel, el de la clase media, se estén discutiendo posiciones, parece tan absurdo como si los girasoles exigieran privilegios de paso a los geranios, sin ser ninguno de los dos rosas ni cardos.
Yo solía preguntarle a mi jefe y amigo, en cuanto nos quedábamos solos, acerca de su crítica a la clase media, y él me respondía a media vuelta de manivela: "No existe la unidad que debe existir entre los que no han sido tocados por la varita mágica del hada madrina y los que a fuerza de ingenio, de tenacidad y de trabajo han conseguido rescatarse del Tercer Mundo de nuestra sociedad integrada por vagos y cazurros que se encierran en la incultura y se limitan a emborracharse el sábado y a dejar a su mujer con un ojo morado y un niño en las entrañas el domingo, para reivindicar el. lunes una baja por "enfermedad".
Y, una vez puesto a charlar, continuaba su lección mientras yo era todo oído. Vamos a ver, Manolito, Calderón de la Barca hablaba ya hace siglos de que este mundo es como un gran teatro en el que uno representa el papel de rey, otro de guerrero, otro de obispo, otro el de mendigo... pero que al terminarse, con la muerte, la comedia, todos volvíamos a ponernos en cola para saber qué papel iban a darnos con arreglo a la fidelidad con que habíamos representado nuestro papel en el mundo anterior.
Antonio Femenía, carraspeaba lo justo, para aclarar su voz y para darse un respiro, y volvía a la carga, atendiendo al mucho interés que se reflejaba en mi semblante.
-Es verdad indiscutible, que no todos somos iguales. Siempre habrá listos y tontos, altos y bajos. Pero uno puede admitir como signos diferenciales la inteligencia, el tesón, el estudio, incluso la ambición; pero de ninguna manera el apellido, el ir mejor vestido, el provenir de un acreditado centro docente clasista o el ir a clase en un coche conducido por el chófer de la familia.
Se me ocurrió inquirirle sobre la política. Miró hacia los lados, por si acaso había moros en la costa, y tras adecuar su voz, respondió de tal guisa:
-Existe el instinto político. Mi instinto político es un instinto mucho más cercano a la conciencia de integración que a las apetencias del poder. Y es que en el fondo, la política la hacemos todos: uno con su participación y otros con su abstención.. Si bien, como tú bien sabes, ahora estamos abstenidos casi todos. Por necesidades del guión establecido.
-¿Qué piensas de la Universidad?
-Ah, en principio debo decirte lo mucho que me habría gustado ser universitario. Pero en mi casa no había medios. Pero te diré que la Universidad ha sido siempre un vivero de efervescencias políticas. En primer lugar porque la juventud es bulliciosa, preguntona, apasionada. Y en segundo lugar porque nuestros profesionales conocen la fuerza de ese torrente y se preocupan de encauzar las aguas hacia su molino. Además, tienen mucho más derecho -y mejor obligación- los jóvenes que nosotros a preocuparse del porvenir del país porque, por ley de vida, les queda a ellos muchos más años que a nosotros de disfrutar o de sufrir los bandazos del futuro. Ahora bien, nunca a costa de que los cabecillas de la cosa sean un calco de aquellos que formaron parte de los "Jóvenes de Lerroux". Por ponerte un ejemplo.
Tengo la impresión de que esta conversación fue hace pocos días.
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