Leyendo unos comentarios previos al primer partido que jugarán Cádiz y Madrid, hoy miércoles, correspondiente a una eliminatoria de la Copa del Rey, me he acordado de Manolo Irigoyen, presidente del Cádiz durante muchos años y también directivo poderoso en la Real Federación Española de Fútbol. Irigoyen, que había sido banderillero en su años mozos, sabía cuando había que taparse y, desde luego, cuando había que salir a los medios a recoger las ovaciones del respetable. Era astuto y suspicaz.
En la temporada 1979-80, el Portuense estaba haciendo una campaña sensacional. Y Manolo Irigoyen acudía cada dos por tres a verse con Francisco Ferrer Palacios, presidente del club entrenado por mí. Un día, a mediados de temporada, Ferrer Palacios me dijo que el presidente del Cádiz quería comer con nosotros en Casa Flores: restaurante situado en la Ribera del Marisco. Y allí nos vimos. Era miércoles, y el sábado le tocaba a mi equipo viajar a Ibiza.
Así que estuvimos hablando de un desplazamiento que tenía doble interés: uno, porque ganando en las Islas Pitiusas nos situábamos como primero del grupo de aquella Segunda División B -en la que al final ascendieron Linares y Agrupación Deportiva Ceuta-; dos, porque las mujeres de todos los directivos querían disfrutar de los encantos de aquella tierra.
Manolo Irigoyen aprovechó la ocasión para decirnos que su mujer estaba deseando conocer Ibiza y quería ir con la expedición. Aunque sin él, dado que sus obligaciones se lo impedían en aquel momento. Tras esa petición, aceptada inmediatamente, como no podía se de otra manera, se dirigió a mí para comunicarme que había estado hablando con mi presidente para decirle que estaba dispuesto a firmarme como entrenador del Cádiz para la siguiente temporada, en cuanto regresara yo de Ibiza. Nos dimos la mano y todos tan contentos.
La mujer de Irigoyen se unió al grupo formado por las señoras de los directivos del Portuense, a fin de conocer la noche de un sábado ibicenco. Y, aunque a mí me pidieron encarecidamente que hiciera de guía, debido a mis conocimientos de una isla en la que había vivido tres años, renuncié a hacerlo. Pues no en vano al día siguiente nos jugábamos mucho en el campo municipal de deportes. Y no dudé en meterme en la piltra tan pronto como me fue posible.
En la expedición viajaba un ex jugador de fútbol, y amigo mío de verdad, cuyo nombre no creo conveniente mencionar, el cual causó muy buena impresión entre las señoras. Así que al día siguiente quedé enterado de que se lo había pasado en grande con ellas y sus maridos. El sábado siguiente, tras haberle ganado por muchos goles al Barcelona Atlético en el José del Cuvillo, recién terminado el partido, Irigoyen se acercó a mí para decirme que yo jamás sería entrenador del Cádiz mientras él lo presidiera. Habló con tanta ira como sacado de quicio.
Hice mis averiguaciones y quedé enterado de cómo un directivo del Portuense, con quien yo no hacía migas, le había metido el demonio en el cuerpo al presidente del Cádiz, contándole un hecho del cual yo no había sido protagonista. El odio sarraceno de Irigoyen hacia mi persona duró hasta el día de su muerte. Y me consta que su aversión, injusta a todas luces, me perjudicó. Eso sí, él nunca se interesó por averiguar la verdad. Cosas de humano.
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