Por más que nos digan, una y otra vez, que el número de parados es cada vez menor, el nivel de pobreza en España continúa siendo altísimo. Tampoco hay motivos para creer que la corrupción está siendo atajada en la medida que tan grande mal exige. Ni siquiera hace falta mencionar los últimos casos que se han publicado. Así que políticos e instituciones siguen inmersos en el descrédito.
Los políticos honrados, que los hay, se sienten avergonzados de quienes se han aprovechado, y siguen aprovechándose, de las facilidades existentes para hacer fortuna. Lo cual sucede ante la mirada atónita de los que no encuentran trabajo. La desesperanza de estas personas es un calvario que sólo aprecia quien haya pasado por tan mal trance. Muchas han sido las veces, y ésta no creo que sea la última, que me he referido al pánico de los parados.
El parado no sabe que hacer consigo. Va de un lado a otro por la casa como un perro abandonado. Un hombre sin trabajo experimenta una angustia constante. Y no solamente culpa a la sociedad de haberle arrebatado la posibilidad de ganarse la vida, sino que también duda de sus capacidades y termina convirtiéndose en una fiera dispuesta a responder de mala manera y a media vuelta de manivela, debido a que es propenso a sentirse ofendido por nada y memos.
-Mira, Manolo -me decía ayer un amigo que vive en Cádiz y a quien suelo telefonear a veces para interesarme por su situación laboral-, tras leerme todos los anuncios de los periódicos, relacionados con empleos, y después de haberme pateado la calle a la búsqueda de cualquier ofrecimiento, sin éxito, regresé a mi casa haciendo alardes de serenidad para no discutir con mi mujer por cualquier nimiedad. Pero pronto nos enzarzamos en una discusión que nos sacó a los dos de nuestras casillas.
Por lo de siempre, ¿verdad?
-Sí, Manolo; porque a mi mujer se le ocurrió, una vez más, deslizar una pregunta que a mí me sentó como un tiro. Una de esas preguntas que no se le deben hacer a quienes se hallan en mi situación. Y, claro, mi amor propio, que es capaz de no hacerse notar en otras situaciones, en ésta hizo que me endemoniara. Luego me arrepentí. Pero los gritos debieron oírse allá donde el viento da la vuelta. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza! ¡Qué mal lo estoy pasando, amigo! Jamás creí yo que iba a verme en esta situación. Me siento como si estuviera emasculado. Y sólo tengo cincuenta años. Y lo peor del caso es que se me ha metido en la sesera que los parados de mi edad estamos condenados a vivir eternamente en esta situación.
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