Suelo escribir en una salita donde reina el desorden en todos los sentidos. En ocasiones, cuando necesito hacerme con una cita, recordar una fecha, un nombre, una historia o encontrar un recorte de periódico que guardé como si fuera un estupendo hallazgo, revuelvo cajones, altero el orden de los libros situados en los anaqueles y hasta termino cogiendo un cabreo monumental, en vista de que lo buscado no aparece por ningún sitio.
Cierto que otras veces me ocurre lo contrario; es decir, que sin ningún interés por indagar entre libros o papeles habidos en estanterías y cajones, aparece un recorte de periódico, con la color amarillenta, pero con alguna noticia u opinión que le ha permitido permanecer como objeto de interés en el domicilio. Lo cual es algo muy normal. Y que les ocurre a muchísimas personas. Sobre todo a las dedicadas al oficio de escribir y al de leer, que, como bien decía el maestro Umbral, forman parte de la misma cosa literaria.
Verbigracia: aquí tengo la primera de un periódico denunciando los seis millones de pesetas que se había llevado un Fulano, en su día, por la cara. Un Fulano de Ceuta, muy conocido él. Un empresario convencido de que todo el monte es orégano. O bien descubro el lugar que ocupa la cinta que contiene una entrevista que me concedió Elena Sánchez, tres días antes de su fallecimiento, en un hotel de Madrid. Y que, cada vez que me da por oírla, me produce escalofríos. A la pobre le hicieron de todo. Así que no me extraña que se le escapara la vida en un suspiro.
Pero hoy, y no sé por qué, no me apetece mirar hacia atrás. Tal vez otro día me dé por decirle al empresario del asunto que deje ya de poner la mano. Que eso no se hace. No vaya a ser que la avaricia rompa el saco y lleguemos a verlo en posición desairada. Ya que los tiempos que corren no son los mejores para presumir de inmunidad. Tampoco creo de buen gusto mencionar el nombre de la persona que le hizo la vida imposible a la señora Sánchez. Para qué... Aunque me imagino que el sujeto, desde entonces, habrá tenido tiempo de poner en orden su conciencia.
Cierto es que no me faltan ganas de escribir sobre cosas que me han contado últimamente. Chismes. Que tienen su peso en oro. Y, dado que el cotilleo es saludable -algo que está demostrado científicamente, y así fue propalado, hace años, por un tal Robin Dunbar, profesor de antropología biológica del University College de Londres-, he notado un subidón de entusiasmo inenarrable. Mi pena es que me encantaría salir a la calle y ponerme a largar de lo lindo de cuanto me han enterado. Pero he jurado por todos los míos, vivos y muertos, que no diré ni pío. Y a fe que lo cumpliré.
Lo que no me voy a callar es lo que me ha dicho un empresario de cierta categoría: "Mira, Manolo, la Administración exige y exige a quienes trabajamos para ella y luego tarda un mundo en pagar. Hasta el punto de que nos pone al borde del precipicio; o sea, salimos adelante con préstamos, cuyos intereses suben y suben y vuelven a subir. En mi caso, dice el empresario, lo estoy pasando muy mal. Y es que hay gobernantes capaces de arruinar a unos y enriquecer a otros". Política y negocios son ruinosos. Y perdonen el pareado.
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