El mes pasado hizo un año que murió Alfredo Di Stéfano. Y a mí se me olvidó escribir de él. Así que aprovecho la pregunta que se me ha hecho por aficionados madridistas, hoy, acerca de si ha sido el mejor jugador de todos los tiempos, para recordarlo y, cómo no, a fin de mirar hacia atrás, sin temor a que me suceda lo que a la mujer de Lot.
A Di Stéfano lo vi yo cuando apenas me habían vestido con pantalones largos y gracias a que había sacado muy buenas notas en el colegio dirigido por los jesuitas de mi pueblo. El viaje a Sevilla lo hice en una Lanch: motocicleta que se había ganado fama de aguantar lo que le echaran. Mi padre y yo nos pusimos en camino a las siete de la mañana, desde El Puerto de Santa María, y debido a que la niebla nos llegaba hasta los talones y a que hacía un frío que calaba hasta los huesos, decidimos forrarnos el pecho con varias páginas del Diario de Cádiz.
Nos presentamos en el viejo Nervión con la comida en la boca que nos habían servido en El Ocho: restaurante económico de Sevilla. En el cual comenzamos a vivir el ambiente generado por Di Stéfano desde que la temporada 53-54 fichó por el Madrid. Los primeros años de esa década seguían siendo muy duros, pero el juego de la estrella argentina había obrado el milagro de que los aficionados al fútbol imitaran a los del toro: que vendían el colchón, si era preciso, para asistir a la plaza.Yo salí del estadio tratando de pegarle patadas a todos los objetos que se me ponían por delante y con las ideas muy claras: nunca más volvería a caer en la tentación de fumar cigarrillos de matalahúga. Era lo menos que podía exigirme si quería correr igual que lo había hecho el nueve del Madrid.
Un nueve que dejaba sin recursos al encargado de marcarle y que rompía en mil pedazos el orden táctico previsto por los rivales. Aparecía por todas las zonas del campo y en todas trabajaba acorde con las necesidades de cada una. La gente decía que parecía tener ojos en la nuca, porque su situación le permitía saber dónde estaban sus compañeros y de qué manera explotar las debilidades de los adversarios. Durante años estuve presumiendo de haber visto jugar a Di Stéfano en el campo del Sevilla y sufriendo porque a partir de entonces hube de conformarme con ver sus apariciones en el No-Do. Pero a partir de 1959, viviendo yo en Madrid, pude seguir viendo a mi ídolo: unas veces en televisión y otras en Chamartín.
Di Stéfano le amargó la existencia a los centrales. Al jugar como delantero falso, o flotante, obligó a que los entrenadores tuvieran que tomar medidas para evitar que don Alfredo anduviera por el césped como Pedro por su casa. Iturraspe, entrenador del Valencia, a la sazón, fue el primer técnico que se dio cuenta de cómo había que frenar a tan extraordinaria máquina. Y sacó a Magriñán, jugador bajito, disciplinado y correoso, con la misión de perseguir al nueve por todo el terreno de juego. Magriñán se consagró ese día, anulando a Di Stéfano. Conviene destacar, justicia obliga, que Iturraspe prescindió de un defensa.
También Di Stéfano, por su modo de entender la vida después de los partidos, hizo posible que Pepe Villalonga, entrenador del Madrid, tuviera que devanarse los sesos para que la Saeta Rubia eliminara toxinas cuanto antes. Y se sacó de la manga el entrenamiento de los lunes. Acertando plenamente con su decisión. AD, con su fútbol espectacular y arrasador, logró que los hombres de la época se olvidaran de las mujeres, de otros deportes y de los amigos, porque ya no había amigos sino fanáticos a favor o en contra de un extranjero que corría mucho y que se inventaba todo lo habido y por haber con el balón en los pies. Y la gente se hacía cruces porque alguien dijera que había pagado veinte duros por una entrada para ver al mejor jugador del mundo.
Y es que Alfredo Di Stéfano, con todos mis respetos para quienes sigan sin creérselo, ha sido el mejor jugador de todos los tiempos. El problema es que la televisión fue vista cuando don Alfredo estaba ya acabando su carrera. Lo cual le ha hecho estar en desventaja con Pelé, Maradona, Cruyff, etcétera. Insisto: Di Stéfano ha sido el más grande.
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