Cuando conseguimos hablar de nuestras obsesiones, éstas se borran y ya no nos impiden dormir. Al menos, es lo que me ha dicho el psicoanalista que he visitado hace pocos días en la Península. Quien así se expresa está sentado frente a mí y ha decidido contarme sus problemas. Y yo, que suelo ser muy solidario en tales casos, me prometo no decir esta boca es mía y dejo que mi interlocutor se explaye.
-Me cuesta lo indecible dormir. Soy una persona que tengo enormes problemas de angustia, un miedo irrefrenable, y siempre pienso en que me puede suceder lo peor. El día que cumplí los sesenta y pocos años, sólo me hice una pregunta: ¿Qué huella dejaré detrás de mí; seré capaz de dejar una que dure después de mi muerte?
Se hace el silencio. Son unos segundo que me parecen eternos. Aunque me abstengo de decir nada. Sé que debo esperar a que sea él quien vuelva a tomar la palabra. Tengo delante de mí a un hombre superado por el miedo. A quien contar sus problemas le sirve de desahogo. Halla alivio sincerándose.
Un día sentí dolor en el brazo izquierdo, un ahogo inexplicable, un dolor que me oprimía el pecho... Resultó ser una afección cardiovascular. Desde que tuve el aviso, me impusieron un régimen draconiano. Nada de grasa, nada de sal, nada de alcohol excepto un vasito de vino tinto con el queso. Nada de nada, vamos. ¡Al principio qué depresión! La idea de que tenía que privarme de todo a mi edad para tener una oportunidad de envejecer vivo me parecía absurda. Y me decía: prefiero cascar en seguida a vivir como un asceta. Así que caí en el más estúpido infantilismo.
Pausa...
Dejé de andar. Que me venía muy bien. Volví a preocuparme compulsivamente de mis negocios, convencido de que soy imprescindible. Cometí desatinos en todos los sentidos. Excesos innecesarios. Y, claro, volví otra vez a pasarme las noches en vela. Pensando en que a ese ritmo podría sufrir otro infarto. Vivo asustado. No obstante, me puede el egoísmo. No quiero que nadie me quite el lugar preferente que ostento en mi ciudad. Antes prefiero diñarla. ¿Tú que opinas?...
No dudé en responderle con el socorrido refrán: "El que ama el peligro, en él perece".
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