Durante mi estancia en Madrid, cuando corrían los llamados 'felices sesenta', el cine y la lectura formaban parte principal de mi tiempo de ocio. Durante esa época, leyendo Madrid (1941), libro escrito por José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo Azorín, decía éste que "la afición o repugnancia a las materias estudiadas depende en gran parte del maestro". Inmediatamente, se me vinieron a la memoria los muchos problemas que a mí me habían causado las matemáticas por mor del profesor que impartía las clases. Ni que decir tiene que me aficioné a leer al hombre del cual se decía ya que con pasar la vida entre libros -los escritos y los leídos-, se había olvidado de vivir, o no supo vivir.
Hay un párrafo de Azorín escrito en Mis mejores páginas, otro de sus libros leído por mí con avidez, del cual tomé nota; nota que aún conservo como oro en paño. ¡Qué párrafo tan admirable! Cuántas cosas se dicen en tan pocas líneas. Azorín nos deleita con una descripción sucinta, en que la atención no divaga tortuosa a que nos podría llevar períodos enmarañados por las subordinadas. Y qué decir de La voluntad: "novela de la España negra, mazorral y profunda, trabajada secularmente por el estoicismo y la tristeza...".
En sus escritos Azorín resucitaba muchas palabras muertas y olvidadas con un estilo nuevo y personal. Cuidaba el lenguaje como cuida un pintor los múltiples efectos de la luz y del color. Y, aunque era parco en palabras, siempre fue exacto en su expresión. Es lo que decía de él Pedro Sainz Rodríguez en Semblanzas. Quien además cuenta la siguiente anécdota:
"Todavía recuerdo el estreno Brandy, mucho brandy en el teatro Calderón de Madrid. En este teatro hay una sala, debajo del patio de butacas, donde se reunía la gente en los entreactos y, cuando estrenó Brandy, mucho brandy, todos los que estaban allí reunidos fueron a ocupar sus localidades para presenciar el estreno y Azorín y yo nos quedamos solos. Se presentó la obra y hubo un pateo formidable, como un trueno que hacía vibrar el teatro. Yo no sabía qué hacer para consolar un poco a Azorín. Le miraba de soslayo y le veía impasible, con aquella cara suya de pergamino. Sin duda comprendió mi apuro, porque me miró suavemente y dijo: "Una obra pateada produce más dinero que una novela de éxito".
Pero el lance que a mí me agrada sobremanera, relacionado con el gran escritor, es cuando Gonzalo Fernández de la Mora, reaccionario él, un día va a ver a Azorín y le cuenta acalorado, que el escribe por salvar y cantar la patria, regenerar España, explicar a Dios y otros misterios. El maestro le responde, tranquilo: "Yo escribo para comer".
A principios de la década de los sesenta paseaba yo por la carrera de San Jerónimo cuando me percaté de que delante de mí iba nada más y nada menos que Azorín: lucía abrigo, bufanda, sombrero y se valía de un bastón para mantener erguido su cuerpo. Contaba ya con 86 años. Me fui detrás de él, a la distancia adecuada, hasta verlo entrar en el edificio 21 de la calle de Zorrilla. Eso sí, en aquel Madrid los viandantes se cruzaban con él sin saber quién era aquel célebre personaje de las letras perteneciente a la generación del 98. Quien solía decir: "Yo escribo para comer".
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