Emilio Romero, considerado durante muchos años un analista político excepcional, nunca se cortó lo más mínimo en decir lo difícil que sería librarse en España de las denominaciones izquierda y derecha. Y recordaba siempre cómo en el pasado hubo una tercera disposición para arreglar las cosas mediante un término medio que fue el del centrismo. Pero que nunca tuvo porvenir. "Porque el centrismo no es ni una cosa ni otra, y nuestra gente quiere saber siempre a qué carta quedarse".
Como intención conviene reconocer que el centrismo es bueno, porque aspira a suprimir los excesos o los radicalismos de unos y otros; al propio tiempo que utiliza lo que haya de bueno en la izquierda o en la derecha. Pero esta actitud en el pasado se entendía como una chapuza política, porque las identidades de la derecha y la izquierda estaban muy claras.
Cuando se restauró la democracia, la derecha era Fraga y su acompañamiento; la izquierda era el socialismo y el comunismo; y Suárez y su acompañamiento de restauradores se proclamaron centristas porque su mentalidad era la siguiente: ni la derecha procedente del franquismo; ni la izquierda procedente de sus radicalismos históricos. Había que vivir con todos, pero los centristas eran los moderados y los demás eran los excesivos. De los excesivos de verdad basta con nombrar a Blas Piñar y a los componentes del comunisno revolucionario.
Así que los centristas gobernaron con la aquiescencia del Rey que tenía las Fuerzas Armadas, y los restauradores de la democracia -el centrismo- tenían las Fuerzas de Orden Público. El centrismo estaba en el poder y los demás partidos respetaron la situación. Hasta que todo se fue al garete. Porque los centristas no eran ni carne ni pescado. Ni chicha ni limoná.
Y el cambio, que se veía venir, se produjo en 1982. Y más que los socialistas, las elecciones de aquel 28 de octubre las ganó la gente de una nueva generación; gente educada en el franquismo, impaciente y cansada de esperar su oportunidad en la historia. Los jóvenes dirigentes del partido ganador, que apenas sobrepasaban los cuarenta años, nos ilusionaron diciendo que ya era hora de vivir al nivel que lo venían haciendo, desde hacía la tira de tiempo, muchos ciudadanos europeos.
Los españoles, tras mandar al centrismo allá donde el viento da la vuelta, hicimos del bipartidismo motivo de nuestras preferencias. Máxime cuando vimos que la izquierda de los socialistas había llegado con su ideología intacta, pero sin la violencia de otrora, y la derecha parecía haber entendido que el camino de la justicia social debía prevalecer en su forma de hacer política. España, en los ochenta, vivió una revolución burguesa en la que se hizo fuerte una clase media con aspiraciones de riqueza. Así, la imagen del dinero era la de Mario Conde. Y entre las mujeres primaba el deseo de llegar a ser como Isabel Preysler.
Pues bien, treinta y dos años después, cuando la fantasía hace ya mucho tiempo que desembocó en la trágica realidad (de la que son ejemplos los millones de parados, la corrupción, las injusticias, los privilegios, y sobre todo el sometimiento a unos intereses alemanes, por encima de todo), los heraldos de Ciudadanos propalan que su partido es de centro. Vamos, que no es ni chicha ni limoná. Ni carne ni pescado. Por más que Albert Rivera, su principal dirigente, con cara de no haber roto un plato en su vida, nos diga que su centrismo está dispuesto a utilizar lo que haya de bueno en la izquierda o en la derecha. Más de lo mismo... Y uno se acuerda de que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.
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