Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

sábado, 4 de abril de 2015

Sepulcros blanqueados

Como entrenador de fútbol, y perdonen que hable de mí, tuve la oportunidad de tratar, amén de muchísimos jugadores, a infinidad de personas de toda clase y condición. De entre ellas me cabe destacar a los directivos encargados de hacer de delegados; con quienes estreché, debido a los viajes y vivencias en los banquillos, más lazos de amistad. Que en algunos casos, los menos, acabaron en desencuentros.

 Lo que voy a contar, si la memoria no me falla, creo haberlo contado ya. Pero no me importa la repetición. Debida a que hoy, sábado, cuando escribo, he presenciado por televisión con qué efusión abrazaba un delegado, tras haber marcado su equipo un gol, al entrenador. Manifestación ostensible de afecto..., que me ha hecho mirar hacia atrás.

Nunca he olvidado mis relaciones con un delegado de equipo, que era renco del lado izquierdo, y que se había labrado fama de tener humildad a raudales. Antes de conocerlo, hube de escuchar atentamente por boca del presidente del club, que Paquito, hipocorístico por el cual lo nominaban todos, a pesar de que la alarma sexagenaria ya le había sonado, era un tipo modesto, sencillo, manso... En suma: un bendito de Dios. Conque no me quedó más remedio que esperar con verdadero interés el momento de conocer a un personaje tan celebrado en Las Baleares.

El día que nos presentaron, una mañana del verano palmesano, Francisco Alvarado, Paquito, no dudó en desgastarse en obsequiosidades conmigo y  en palabras lindas y promisorias, con una sonrisa ladeada y humilde de hermano refitolero. Había en el decir de Paquito y en sus ademanes tanta afectación, que muy pronto me percaté de que estaba ante un tipo taimado, disimulado, ladino. Con tanto dominio escénico de la falsa modestia, que hizo posible que mis recursos defensivos comenzaran a bullir cual aviso de emergencia.

No sé si Francisco Alvarado, Paquito, que era tan listo como hipócrita, se dio cuenta de que su forma de actuar, preñada de simulaciones, y sólo al alcance de sepulcros blanqueados, había logrado el efecto contrario al buscado. Pero yo sí supe, desde el primer momento, que a mí no me iba a coger de improviso cualquier felonía cometida por él contra mí. Y así fue: antes de que me apuñalara con la daga que los falsos modestos suelen manejar con habilidad extraordinaria, jugué yo mis cartas a tiempo para que Francisco Alvarado, Paquito, conocido también como el renco, no cometiera su habitual tropelía. Las que solía realizar para poder acudir presto a dar cuenta de su mala acción al párroco de su barrio.

Porque el hombre del cual estoy hablando, créanme, había dado en la manía de hacer daño a los demás para poder ir con celeridad a confesar sus maldades.  Y comportándose así, se sentía, por lo visto, tan grande pecador como mejor arrepentido. Y, según supe, en su momento,  llevaba la tira de años viviendo esa farsa. Desde entonces, he podido ver  dos o tres comportamientos similares. Uno de ellos, en otro lugar de nuestra España, me afectó a mí. Sólo espero que me libre Dios de cruzarme con otro prenda de la misma condición.

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