Como entrenador de fútbol, y perdonen que hable de mí, tuve la oportunidad
de tratar, amén de muchísimos jugadores, a infinidad de personas de toda clase
y condición. De entre ellas me cabe destacar a los directivos encargados de
hacer de delegados; con quienes estreché, debido a los viajes y vivencias en
los banquillos, más lazos de amistad. Que en algunos casos, los menos, acabaron
en desencuentros.
Lo que voy a contar, si la memoria no me falla, creo haberlo contado
ya. Pero no me importa la repetición. Debida a que hoy, sábado, cuando escribo,
he presenciado por televisión con qué efusión abrazaba un delegado, tras haber
marcado su equipo un gol, al entrenador. Manifestación ostensible de afecto...,
que me ha hecho mirar hacia atrás.
Nunca he olvidado mis relaciones con un delegado de equipo, que era renco
del lado izquierdo, y que se había labrado fama de tener humildad a raudales.
Antes de conocerlo, hube de escuchar atentamente por boca del presidente del
club, que Paquito, hipocorístico por el cual lo nominaban todos, a pesar
de que la alarma sexagenaria ya le había sonado, era un tipo modesto, sencillo,
manso... En suma: un bendito de Dios. Conque no me quedó más remedio que
esperar con verdadero interés el momento de conocer a un personaje tan
celebrado en Las Baleares.
El día que nos presentaron, una mañana del verano palmesano, Francisco
Alvarado, Paquito, no dudó en desgastarse en obsequiosidades
conmigo y en palabras lindas y promisorias, con una sonrisa ladeada y
humilde de hermano refitolero. Había en el decir de Paquito y en sus ademanes
tanta afectación, que muy pronto me percaté de que estaba ante un tipo taimado,
disimulado, ladino. Con tanto dominio escénico de la falsa modestia, que hizo
posible que mis recursos defensivos comenzaran a bullir cual aviso de
emergencia.
No sé si Francisco Alvarado, Paquito, que era tan listo como hipócrita, se dio cuenta de que su forma de
actuar, preñada de simulaciones, y sólo al alcance de sepulcros blanqueados,
había logrado el efecto contrario al buscado. Pero yo sí supe, desde el primer
momento, que a mí no me iba a coger de improviso cualquier felonía cometida por
él contra mí. Y así fue: antes de que me apuñalara con la daga que los falsos
modestos suelen manejar con habilidad extraordinaria, jugué yo mis cartas a
tiempo para que Francisco Alvarado, Paquito, conocido
también como el renco, no cometiera su habitual tropelía. Las que solía
realizar para poder acudir presto a dar cuenta de su mala acción al párroco de
su barrio.
Porque el hombre del cual estoy
hablando, créanme, había dado en la manía de hacer daño a los demás para poder
ir con celeridad a confesar sus maldades. Y comportándose así, se sentía,
por lo visto, tan grande pecador como mejor arrepentido. Y, según supe, en su
momento, llevaba la tira de años viviendo esa farsa. Desde entonces, he
podido ver dos o tres comportamientos similares. Uno de ellos, en otro
lugar de nuestra España, me afectó a mí. Sólo espero que me libre Dios de
cruzarme con otro prenda de la misma condición.
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