Mi padre trabajaba de arrumbador en una bodega. Lo hacía de ocho a doce y de
dos a seis de la tarde. En cuanto daba de mano, y dado que la bodega estaba
cerca de nuestra casa, llegaba, se lavaba, se cambiaba de ropa, e iba a
buscarse un sobresueldo. Pues las doce pesetas diarias que ganaba no daban para
mucho. Mi padre tenía una habilidad pasmosa para practicar toda clase de
juegos: jugaba bien al billar, al dominó... y sobre todo manejaba las cartas
con primor: ni al mus ni al póquer podían con él. Por lo cual perdía de higos a
brevas. Así que se convirtió en el jugador al que los demás querían ganar a
toda costa. Cuestión de amor propio, según decía él.
Los jugadores se citaban en el Bar Triana. El cual disponía de varios
reservados. Y allí acudían prestos. El bar cerraba muy pronto; pues abría muy
de mañana. Pero en su interior los partidos de cartas duraban hasta la una o
las dos de la mañana. Los sábados solían alargarse hasta la madrugada. Como
estaba prohibido jugarse los dineros, aunque en algunos sitios las autoridades
hacían la vista gorda, los premios consistían en alimentos. Por lo que mi padre
llegaba todas las noches cargado de comestibles que no habría podido obtener
con su salario. Las viandas eran compradas por el dueño del establecimiento. Y éste se llevaba un porcentaje por el uso del
local y por la cesta de la compra.
Mi padre comenzó a quejarse del
estómago y se lo achacaba a que dormía poco y a las copas que se veía obligado
a beber por las noches. Tampoco el fumar le hacía ningún bien, comentaba mi
madre. Mi padre, cuando el dolor aparecía, echaba mano del bicarbonato. En
nuestra casa jamás faltaba. Mi madre se acostaba cuando mi padre entraba por la
puerta. Mientras tanto, permanecía sentada en una hamaca en la que se quedaba
traspuesta. Una noche, a las dos de la mañana, mi madre oyó jaleo, gritos,
amenazas... Y salió embalada hacia el corredor donde estaban discutiendo mi
padre y el hermano de Rocío: veinteañera que se buscaba la vida
haciendo la calle.
Detrás de mi madre iba yo. Que me
había despertado con la trifulca. Mi padre, por lo que se decía, le había dado
un sopapo al energúmeno, y éste parecía estar jurando en arameo. La
intervención de mi padre se debía a que el hermano de Rocío le estaba
pegando a ésta por haber regresado sin la soldada prevista por él. Y la
agresión coincidió con la llegada de mi padre a la vivienda. Lo ocurrido
despertó también a Isabel; vecina que compartía la segunda planta de la
casa con nosotros y con la familia de Rocío.
Como era verano y el calor apretaba
de lo lindo, Isabel sólo tuvo tiempo de echarse por encima una sábana,
que tenía más traza de harapo, para sumarse a la refriega, que la hubo. Un
manotazo dejó su cuerpo al descubierto. En pelota. Ella no se turbó lo más
mínimo. Mientras los presentes nos quedamos encandilados con su desnudez. La
cual estaba siempre eclipsada por la pobreza de su ropa.
Veinte años tenía Isabel
cuando llegó un marqués y matrimonió con ella. En el año de 1961, quien tenía
veinte primaveras era yo cuando paseando por Madrid, muy cerca del edificio del
Banco de España, me crucé con mi antigua vecina, que andaba ya por los cuarenta
y más que marquesa parecía princesa. Barzoneamos por el Retiro y hasta nos
entretuvimos echándoles altramuces a los patos del estanque.
El marqués, que era un bendito,
cargado de años, hizo posible que yo hiciera una mili de auténtico lujo.
O sea, de ensueño. La marquesa, de vez en vez, me invitaba a Las
Ventas del Espíritu Santo cuando había corridas de tronío. Luego, cuando se
encartaba, me cantaba por Marifé de Triana en el jardín de su
casa-palacio. Y allí me daban las tantas al fresquito, hablando de los años en
los que la canina rondaba nuestra vivienda de pobres de solemnidad. El marqués,
entretanto, dormía a la pata la llana. Y roncaba...
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