Hace cinco años, cuando febrero también estaba dando las boqueadas,
se me ocurrió escribir que Ceuta estaba tan bonita que no se podía
aguantar. Y lo hice sin atender a quienes decían que todo era fachada. Y
alertaban de cómo pasear por el centro de la ciudad se había convertido
en un suplicio. En ejercicio de alto riesgo. Riesgo al que yo,
ingenuamente, creía que sólo estábamos expuestos los vecinos de las
barriadas.
En la mía, por ejemplo, Avenida del Ejército
Español, yo ya había visto en varias ocasiones perder el equilibrio a
personas que se deslizaban a pie desnudo y se pegaban la costalada por
culpa de un pavimento que tiene todas las trazas de ser una pista de
hielo permanente. Fui testigo, desde mi terraza, de cómo personas
mayores eran víctimas de un empedrado resbaladizo y se fracturaban la
cadera en un amén. Drama.
La tragedia de esos momentos fue tan
cruda como difícil de relatar y, desde luego, de olvidar. Ver a alguien
tratando de asirse al aire y yéndose contra el suelo es tan desagradable
como darse cuenta de que estamos a merced de un imprevisto capaz de
hacernos perder la vida. O dejarnos cautivos de un vivir al que
renunciamos. La última vez que me tocó ver a un hombre deslizándose
sobre la acera, la tengo grabada en la memoria: pues ese hombre falleció
al mes. Por causa, posiblemente, del tremendo choque de su cabeza
contra un poyete de mampostería.
A partir de ese momento, y
teniendo datos acerca de que Ceuta era, y sigue siéndolo, la ciudad
donde más viandantes se caen por sus calles y más fracturas se producen
por mor de unas losetas que parecen destinadas a causar miedo cerval
entre los transeúntes, el canguelo se apoderó de mí y traté de
combatirlo caminando por sus calles con aires de geisha. Ante el asombro
de los paseantes que se cruzaban conmigo. Pero a mí me importaba un
pito lo que pensaran al respecto. Ya que primaba mi integridad física
por encima de cualquier prejuicio. Pues bien, ni siquiera mis andares
tan afeminados como asiáticos me salvaron del jardazo que pocos días
después me pegué.
Fue un resbalón espectacular. Tremendo. De los
que los espectadores se echan las manos a la cabeza. Y, naturalmente, de
los que salir ileso obligan a creer en Dios para siempre. Ahí estuvo mi
camino de Damasco. El hecho sucedió a la altura del conocido edificio
de Trujillo. Cierto es que supe caer y levantarme como hacen los toreros
valientes cuando son volteados por el morlaco de turno: sin mirarme la
taleguilla. Lo cual no fue obstáculo para que me acordara, y no para
nada bueno, de los que tenía que acordarme. Lo peor del asunto es que ni
caminando como una geisha, ni como el mejor Robert Mitchum, pude evitar tres nuevas caídas. Las que me produjeron deterioros en ambas rodillas.
Ahora,
cuando escribo, un miembro de mi familia está ingresado en el hospital
por fractura de rótula. Y, según me consta, la Diosa Fortuna ha estado
de su parte. Porque el costalazo era de los que llevan la Parca metida
entre ceja y ceja. En fin, a partir de ahora, cuando me llamen desde la
Península para preguntarme por los problemas fronterizos y otros
conocidos de peor índole, les diré que aquí no existe más jindama que la
que producen sus calles. Y que hay que tenerlos como el Caballo del Espartero
para caminar por ellas. El accidente no es razón que autorice a
desterrar los riesgos de la vida, pero el accidente no debe producirse
cuando pudo evitarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta mis escritos ,pero desde el respeto.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.