Como cualquier lector de Historia de las Ideas Políticas, tengo sabido que
ninguno de los regímenes existentes, ninguna de las doctrinas que aquéllos
habían hecho crecer en Grecia, durante el siglo IV, satisfacían a Platón.
Ni siquiera la democracia, tan celebrada desde entonces, como la gran
aportación de los griegos, le hacía mucho tilín a quien sigue siendo maestro
indiscutible de filósofos. Se expresa así al respecto: "La democracia es
el reino de los sofistas, que, en lugar de ilustrar al pueblo, se contentan con
estudiar su comportamiento y con erigir en valores morales sus apetitos. La
política de estos demagogos no es más que el registro del hecho, el reflejo de
las pasiones de la masa".
En realidad, Platón lo que estaba reivindicando es el derecho del más
fuerte, del mejor dotado, del mejor armado a realizar sus ambiciones sin el
estorbo de una ley que es tan sólo el instrumento mediante el que los débiles
quieren encadenar a los fuertes. En esa jungla que es la sociedad resulta
natural que los apetitos de los individuos fuertes por su superioridad física,
intelectual o social se opongan a las pasiones de la masa, fuerte por su peso.
De lo que se deduce que Platón aceptaba la democracia, aunque en su fuero
interno estaba convencido de que ésta no dejaba de ser el falso moralismo de
los demagogos.
Los más fuertes, esto es, los poderes económicos manejados por los alemanes,
han tratado, durante meses y meses, de convencer a los griegos que era mejor
vivir miserablemente que no vivir. Los poderes económicos, mediante la
propaganda insistente de los medios de comunicación, no se tomaron respiro
alguno a la hora de cundir el miedo para quitarles de la cabeza a los
ciudadanos la idea de votar a unos radicales de izquierda que -con su adanismo-
sólo conseguirían desolación en todos los sentidos.
Pero una gran mayoría de griegos no han dudado en hacerle una higa a la
señora Merkel y a todos sus corifeos. Pensando, tal vez, en que tenerle
miedo al miedo es presagio de una muerte segura. Así que decidieron votar a
Syriza. Y que Dios reparta suerte. Con tamaña decisión, nada fácil de tomar,
muchísimos griegos ha puesto de manifiesto que no son hostiles a las novedades.
Vamos, que no son tan retrógados como para afiliarse al misoneísmo. Y, desde luego, han depositado su confianza en
Tsipras; presidente del partido, a quien le queda por delante una tarea
tan ardua como inconmensurable. Naturalmente, no me gustaría estar en el sitio
del tal Tsipras.
Lo que le espera a Alexis Tsipras,
porque una cosa es hacer política y otra gobernar, es cumplir con lo que les ha
venido prometiendo a sus compatriotas. Que lo primero que hará es decirle a
Merkel que ¡basta! a la intransigente aplicación de las medidas de austeridad
impuestas a los acreedores europeos. Que un país sin clase media es un país
desnortado y expuesto a repiques revolucionarios y que se saben, sobradamente,
cómo terminan. Y el presidente del Gobierno griego haría muy bien en recordarle
a la primera dama alemana, en qué medida contribuyeron los europeos al despegue
alemán en 1953.
A partir de este momento, lo mejor
que haríamos italianos, franceses, portugueses y españoles, es desearle todos
los aciertos posibles al nuevo presidente de Grecia. Pues de ellos, o sea, de
sus logros, dependerá nuestro futuro. Que no pasa solamente porque se nos diga
que las cosas han mejorado, aunque nos queda mucho por hacer... Lo cual no es
mentira. Como tampoco lo es que nadie dice ni mu sobre qué será de esos
millones de parados, de edades comprendidas entre los cuarenta y los cincuenta
años, que están esperando un empleo con la misma ansiedad de quienes esperan el
trasplante de un órgano vital.
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